miércoles, julio 6

Día 29 – Una de mi niñez.


Cuando estaba por allá en tercero de primaria, cuarto de primaria, tenía un gato. Sí, de mi época escolar lo que recuerdo con claridad era mi mascota. Se llamaba Yeto. Se escribe Jetto, me corrige internet. El nombre se lo puso mi hermano mayor en honor al amigo del Guerrero del Camino, esa serie que nos da pena recordar. Tenían la misma cara, la misma sonrisa. Jetto era blanco con una mancha negra que le cubría la mitad del cuerpo y parches amarillos. Uno en la frente. Jetto estaba loco, como todas las mascotas, así como todos los bebés son lindos. Dormía en la parte trasera de la nevera, dónde se encuentra el motor; se colgaba de las cortinas; comía moscas siempre frescas (las muertas por cualquier otra razón que no fueran sus garras quedaban por ahí, demostrando que le encantaba más la caza, la persecución que el resultado); le cantaba a la luz del baño y no le gustaba que tendiéramos la cama. Saltaba encima de las cobijas cada que lo hacíamos. Siempre en su pose de pelea. Su mayor enemigo era un sofá viejo. Entre sus excentricidades de gato también estaba morderme la cara para levantarme temprano por la mañana para ir a estudiar. Nunca se lo reproché por más que me rasguñara las mejillas y me dejara los dientes marcados en la nariz, y la ayuda era bienvenida porque me despertaba siempre a la hora que tocaba. Parecía siempre que el de la urgencia fuera él y no yo. Excepto una vez, claro, que me dio mucha pereza y entonces intentó rasguñarme el pelo, comérselo, le tomó bastante tiempo y se emputó así como se emputan los gatos hasta que se rindió y se quedó dormido encima mío. Esa mañana mis hermanos repitieron una canción hasta el cansancio, a todo volumen, y entre sueños me pareció eterna y tanto sonó que duré tarareandola varias semanas. Es, tal vez, la única canción de esa época que recuerdo completamente, de resto son todos coros, solos, gritos y retazos que acompañaron la infancia, una vaina sin forma y con tintes oscuros, como si se fuera llenando de polvo una esquina en mi cabeza o por tanto tiempo que ha pasado ya sin querer voltear a mirar atrás.
A Jetto se lo robaron. Un vecino lo admitió años después. Duró un par de meses con nosotros. Era la envidia del barrio, todos lo quería por su particular forma de ser. Nunca nadie se imaginó que llegó a nuestra casa en una caja de cartón grande, como si fuera un regalo, que lo era, y se desapareció sin dejar huella. En la familia todos teníamos hipótesis distintas: que lo envenenaron, que consiguió una gata y se fue detrás de ella, que nunca regresó a casa porque no le untamos de mantequilla los bigotes y las patas, lo que entonces derivó en un ritual algo tonto que involucraba muchos gatos que terminamos regalando y dedos grasosos y desesperados que obraban de esa manera para retener las futuras mascotas.
La canción, obviamente, tiempo después fue adquiriendo un sentido increíble en muchos episodios de la vida mía. Tal vez hoy en día sigue vigente. Sonó tantas veces que terminó proyectándose a lo largo de mi vida, a lo mejor es por eso que abuso repitiendo canciones diariamente, a ver si se cuela por ahí, si afecta de otra manera un posible futuro. Haciendo gárgaras con agua luego de un trago amargo, pues, pero en los oídos.



Mi mamá dijo el otro día que si nosotros estábamos ya viejos entonces cómo sería ella. Con ese comentario me acordé de Miguel Mateos, de la canción, del gato. La cabeza mía funciona de maneras sorprendentes, a veces, y en otras no tiene mucho sentido.

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