viernes, julio 8

Día 30 - La favorita de esta época el año pasado.

Como se puede ver no soy un experto en música. Ni siquiera escucho algo raro, o novedoso, quedé en lo de siempre. Lo que conozco, por pereza o descarte. Los mismos grupos siempre, salvo unas cuantas recomendaciones. Me da algo de miedo perder el tiempo con cosas desconocidas, se nota, y me aburre querer tratar de definir cómo suena algún estilo o algo así. Sencillo, o me llaman la atención o no. Listo, sin complicaciones. No me sé letras de canciones, nombres de cantantes salvo honrosas excepciones. Y mucho de eso depende del estado de ánimo, si se ha podido dar cuenta.

Tenía miedo de encontrar una canción realmente deprimente pero resulta que eso sucedió tiempo después.

Bueno.

La canción tiene dos historias, una que seguirá ahí donde la dejé, hace mucho tiempo, y esta otra que es la que quiero compartir. Sí, me gusta mucho. Si, la dediqué. Sí, la repito constantemente. Sí, todavía me impacta. La favorita del año pasado, la que me impactó, la que me gustó por muchas razones que voy a tratar de explicar. Tengame paciencia: ya es el último post.

Hace un año yo no era yo. Era otra persona. Una con problemas, con ganas de ser mejor, con su dilema moral como personaje de novela (ya no como un hombre cualquiera, eso es muy banal y me las quiero dar de romántico) y sus motivaciones bien claras. La vida era distinta, hace un año.

Para abril, mayo, junio, de 2010, lo que lleva de vida este blog, era John Marston. 


Si quiere véalo en pantalla completa. Yo lo espero

Fue una gran experiencia. Pude ser la mejor versión de él, que siempre era más sencillo que ser cualquier versión mía, pero poco a poco fuimos sincronizándonos hasta el punto de tener las mismas metas pero no por las mismas razones. Un buen hombre, al parecer, no puede serlo siempre; un buen hombre ha sido malo por lo menos una vez. Un buen hombre no es otra cosa que un hombre que vive arrepentido. Me quedó algo pegado del otro día: los buenos hombres no necesitan reglas, y dios sabe que yo no soy uno, aunque me empeñe. John tampoco. Pero lo intentó. John es un invento, no existe, pero yo le dí vida y disfruté haciéndolo. Creo que de eso se trata la ficción, siempre, de querer ser otra persona, de actuar en situaciones sin consecuencias de verdad porque la realidad nuestra es insoportable: lo único que queremos realmente es evadirnos si no en uno solo, en muchos sentidos. Y vaya si se pudo lograr con esto.

Para entender muchas cosas de las que quiero decir tendría usted que dejar tirado todo y alienarse un poco para comprender la magnitud de esa épica que es Red Dead Redemption. Eso o creerme. Se trata de un juego que, si bien contiene fallos técnicos, argumentales, y defectos como ningún otro se caracteriza por su belleza, por su sutileza, por su manejo fino de muchas cosas, entre esas un mundo absorbente del cual su mayor atractivo consistía en ser un mundo vivo, con sonidos naturales y paisajes artificiales que todos sabemos son creados para estar ahí, pero no importa, no importa porque meterse en la piel de ese personaje que es John Marston implica vivir en ese mundo y aceptarlo como es, y en eso los desarrolladores y todos los que trabajaron en el juego ayudan bastante. Luego de un par de horas cazando serpientes o animales de todos los tamaños, montando a caballo o simplemente completando misiones para seguir el argumento no hay escapatoria, nos quedamos allí sin entender por qué. Seguimos atrapados. Exploramos. Nos aventuramos. No es un lugar con mucho ruido, con muchas locaciones, nada que descresta por la saturación o una imitación de la vida actual sino por su simpleza, por su sencillez, porque es rico en detalles y no se vale de mucho para contar lo que quiere y hacernos experimentar lo que sentimos. El otro día, por ejemplo, encontré en medio del desierto dos personajes, la decisión estaba entre matarlos, escucharlos, robarlos o simplemente ignorarlos. Me acerqué. En el piso yacía el cuerpo de un hombre y a su lado una mujer que lloraba sentada. Simplemente observé, luego, como ella tomaba un revólver y se pegaba un tiro en la cabeza. Unos momentos después esculqué los cadáveres y encontré seis dólares, creo. La vida en el oeste es dura, no deja tiempo para el respeto. Ese pequeño hecho sirvió para indicar esa desesperanza que traía el nacimiento de una nueva era que iba dejando atrás lo que no servía: los forajidos, los débiles, los que no podían adaptarse. La línea entre lo correcto y lo que no prácticamente era inexistente, todos los personajes tenían un pecado que no se perdonarían nunca, pero vivían con ello porque era lo único que sabían hacer. Luego de interactuar con personajes secundarios y algunos que se escondían en cualquier parte comprendemos muchas cosas de Marston, de su historia y de la clase de persona que fue, que es, y así actuemos como se nos de la gana cuando lo tenemos bajo nuestro control terminamos perdonando que nuestros actos tan rebeldes no tengan mayores consecuencias ni sean consecuentes con su búsqueda. Somos unos caprichosos al principio pero luego nos rendimos y su causa es nuestra. Así de sencillo. Ese poder logra en nosotros: no somos adictos a disparar ni a cabalgar, nos convertimos en una parte de ese lugar. No controlamos a John, él es nuestro motor.

La banda sonora de este juego es algo descomunal. Pueden visitar este link, que ya habrán visto en otro lado, para saber quienes trabajaron en ella y cómo lo hicieron. Una explicación maravillosa que se queda corta con el resultado final. Es tan envolvente todo esto que aun estando en nuestro hogar sentimos melancolía por un lugar que acabamos de conocer escuchando una melodía que encaja perfectamente con todo: Luego de pasar el río para llegar a otro país buscando nuestro objetivo (un forajido que era compañero nuestro en una banda en tiempos pasados) y con las armas todavía calientes y humeantes por un violento recibimiento nos despedimos de nuestra compañía buscando en el horizonte como guiarnos para seguir avanzando, para terminar toda esta pesadilla y, de la nada, surge lo siguiente


En mi caso fue algo distinto: todo pasó mientras galopaba, de noche, en el frío desierto, y el sol salía a lo lejos.

En verdad, con el control en la mano y las luces apagadas, en mi habitación y dispuesto a seguir con la búsqueda suena la canción, del juego, ese compañero que tiene mucho de mudo, que suele acompañar todo con acordes incidentales ahora canta, y canta de una manera que lo arruga a uno por dentro y lo hace sentir lejos, ni aquí o allá sino extraño, ajeno.

Pero esa no es la verdadera razón de este post.

Llegando al final del juego, luego de atravesar un mapa enorme de punta a punta, metiéndose en problemas, probando alianzas nuevas, tratando de entender a la gente con la que creció, sintiendo pena por ellos y por si mismo, por verse de esa manera, de ser nuevamente todo lo que odia, lo que desprecia, lo que quiere dejar para siempre oculto; luego de conocer mucho de su familia sin verla, sin saber como lucen exactamente, de hacer todo lo que le dicen que haga para poder reunirse con ellos nuevamente sale el otro de tantos golpes (nunca el final, nunca el último que no se puede siquiera describir) viene esa jugada que puede parecer un chantaje: tenemos la oportunidad de conocerlos. La escena completa viene con más información de la que debería, así que dejo esto




Escúchela. Imagínese, luego de unas veinte, treinta horas, que ha logrado el objetivo y que podemos conocer de qué se trata, es más, nos dan la oportunidad de vagar nuevamente por cualquier lugar, por las montañas, el bosque, la ciudad más moderna que podemos ver, y uno está a punto de recorrer todo cuando suena esa canción, justo luego de todo lo vivido

And now I know the only compass that I need
Is the one leads back to you
And I know the only compass that I need
Is the one leads back to you

And the burning blisters on my feet will call
To hold me as I'm close to fall
Away from the home of your arms I stray
Off the radar and into harm's way

El control en la mano, el mundo a sus pies, a su disposición, una pequeña marca en la brújula, una simple letra: una A que representa a Abigail, un nombre que significa un hogar. Todo el tiempo de la vida, todo el mundo por explorar y uno se rinde y corre a conocerlos. Miento: a reencontralos. Uno se ha ganado ese derecho a pulso, no son solamente unos personajes, es mucho más que eso. 

La balada de John Marston, su lucha, su periplo por encontrar, de nuevo, a sus seres queridos. Nuestros seres queridos, narrada perfectamente en dos simples minutos que golpean en la barriga con la fuerza que pocas cosas tienen actualmente.

Resulta que la última gran película es un juego.

El último gran juego, el último gran western.






 Eso era todo. Gracias por leer.

miércoles, julio 6

Día 29 – Una de mi niñez.


Cuando estaba por allá en tercero de primaria, cuarto de primaria, tenía un gato. Sí, de mi época escolar lo que recuerdo con claridad era mi mascota. Se llamaba Yeto. Se escribe Jetto, me corrige internet. El nombre se lo puso mi hermano mayor en honor al amigo del Guerrero del Camino, esa serie que nos da pena recordar. Tenían la misma cara, la misma sonrisa. Jetto era blanco con una mancha negra que le cubría la mitad del cuerpo y parches amarillos. Uno en la frente. Jetto estaba loco, como todas las mascotas, así como todos los bebés son lindos. Dormía en la parte trasera de la nevera, dónde se encuentra el motor; se colgaba de las cortinas; comía moscas siempre frescas (las muertas por cualquier otra razón que no fueran sus garras quedaban por ahí, demostrando que le encantaba más la caza, la persecución que el resultado); le cantaba a la luz del baño y no le gustaba que tendiéramos la cama. Saltaba encima de las cobijas cada que lo hacíamos. Siempre en su pose de pelea. Su mayor enemigo era un sofá viejo. Entre sus excentricidades de gato también estaba morderme la cara para levantarme temprano por la mañana para ir a estudiar. Nunca se lo reproché por más que me rasguñara las mejillas y me dejara los dientes marcados en la nariz, y la ayuda era bienvenida porque me despertaba siempre a la hora que tocaba. Parecía siempre que el de la urgencia fuera él y no yo. Excepto una vez, claro, que me dio mucha pereza y entonces intentó rasguñarme el pelo, comérselo, le tomó bastante tiempo y se emputó así como se emputan los gatos hasta que se rindió y se quedó dormido encima mío. Esa mañana mis hermanos repitieron una canción hasta el cansancio, a todo volumen, y entre sueños me pareció eterna y tanto sonó que duré tarareandola varias semanas. Es, tal vez, la única canción de esa época que recuerdo completamente, de resto son todos coros, solos, gritos y retazos que acompañaron la infancia, una vaina sin forma y con tintes oscuros, como si se fuera llenando de polvo una esquina en mi cabeza o por tanto tiempo que ha pasado ya sin querer voltear a mirar atrás.
A Jetto se lo robaron. Un vecino lo admitió años después. Duró un par de meses con nosotros. Era la envidia del barrio, todos lo quería por su particular forma de ser. Nunca nadie se imaginó que llegó a nuestra casa en una caja de cartón grande, como si fuera un regalo, que lo era, y se desapareció sin dejar huella. En la familia todos teníamos hipótesis distintas: que lo envenenaron, que consiguió una gata y se fue detrás de ella, que nunca regresó a casa porque no le untamos de mantequilla los bigotes y las patas, lo que entonces derivó en un ritual algo tonto que involucraba muchos gatos que terminamos regalando y dedos grasosos y desesperados que obraban de esa manera para retener las futuras mascotas.
La canción, obviamente, tiempo después fue adquiriendo un sentido increíble en muchos episodios de la vida mía. Tal vez hoy en día sigue vigente. Sonó tantas veces que terminó proyectándose a lo largo de mi vida, a lo mejor es por eso que abuso repitiendo canciones diariamente, a ver si se cuela por ahí, si afecta de otra manera un posible futuro. Haciendo gárgaras con agua luego de un trago amargo, pues, pero en los oídos.



Mi mamá dijo el otro día que si nosotros estábamos ya viejos entonces cómo sería ella. Con ese comentario me acordé de Miguel Mateos, de la canción, del gato. La cabeza mía funciona de maneras sorprendentes, a veces, y en otras no tiene mucho sentido.

martes, julio 5

Día 28 – Una que me haga sentir culpable.

Procuro no escucharla. Principalmente porque alguien me la dedicó y a mi me pareció muy tierno: a mi siempre me parecen las cosas que no son. En esa oportunidad me estaba diciendo algo como “atrevido, guache, atarván” y cosas por el estilo pero yo estaba tan feliz que no pensé nada más. Me dedicaban una canción, a mi, merecedor de un par de cachetadas en la vida y ahora esto otro. Ni cuidado le puse a la letra, me limité a sonreír y, como es usual, a mi torpeza la siguió un intento de abrazo que dejó frío a más de uno, todos mirando y burlándose de la situación y del poco sentido común que tengo yo, a veces, pero no importaba, porque ella miraba con pucheros y hacía gestos y bufaba y eso me parecía un acto de apareamiento como los que veía en la televisión, como si fuéramos esos animalitos, como un perro dedicándole un aullido a la luna simplemente para descargarse los testículos en un acto tan sencillo y tan lejano al amor.


El cuento es que a pesar de mi mismo terminamos cuadrados con ella. Le contaba esa misma anécdota siempre cambiando algo, haciéndola más trágica porque yo era un héroe, o ella me miraba así y yo actuaba como tal, siempre enamorada de como decía las cosas y sin importar que yo hubiera actuado como un completo idiota. Una vez, entre muchas veces, tirados en un bar en un sitio muy lejano de acá, en otro tiempo todavía, estábamos los dos con unas cervezas en la mesa y otras más por ahí distribuidas en el cuerpo cuando comenzó a sonar y entonces ella la cantó, y yo la acompañé y me di cuenta de la brutalidad, del accidente ese de estar con ella cuando me había mandado decir con tres tipos todas esas cosas horribles que a la larga jamás le cumplí. Esa noche terminamos, fue algo más bien calmado y sin rencor: ella se quedó con la cuenta y yo con la canción.




Día 27 – Una que me gustaría tocar

Una de esas fantasias es, generalmente, no ser uno mismo o no estar en la posición en que se encuentra actualmente. Abandonarse, algo así. Eso pasa regularmente, es simple y puro inconformismo. Uno es todo lo que no es, ¿cierto?


Supuestamente Mark Webber no sabe, o no sabía, tocar ningún instrumento. Y menos cantar. Por algo en su actitud, en su físico fue escogido para representar a Stephen Stills y darle vida a los Sex Bob-Oms, junto con Allison Pill y Michael Cera, de los cuales solamente el último había tocado un instrumento anteriormente. Justamente el bajo. Los otros dos tuvieron que aprender a tocar, y no lo hacen mal.

Y esta canción no es tan complicada, como aparece aquí.

Es cuestión de ganas.

jueves, junio 23

Día 26 – Una que pueda tocar en un instrumento

Uno de los recuerdos más claros que tengo de mi niñez es verme parado sobre una mesa cantando Toda La Vida, de Emmanuel. Cerraba los ojos y hacía fuerza al hablar, movía las piernas y con las manos trataba de hacerme su copete. Cosa graciosa esa, tengo el recuerdo de hacer el ridículo pero no de como era mi peinado normal.

Conforme fui creciendo ya dejé de cantar música en español y me pasé al inglés en un balbuceo alucinante que solamente era apreciado por mi madre. Mis hermanos, fuertes criticos, nunca entendieron lo que yo decía pero ahora, toda una vida después, soy yo quien puede hablar el idioma mientras ellos me piden ayuda con traducciones. Pensándolo bien puede ser gracias a la música, quién lo creyera. Recuerdo cantar canciones de Michael Jackson y luego Queen. Siempre las más conocidas. Cuando aprendí el valor de la vergüenza dejé de cantar, al menos en público, pero me siguió sonando la idea de ser rockstar cuando grande. No sabía bien que tenía que hacer, así que ni me esforcé pero jugué a pretender ser uno, a ser como Freddy Mercury pero sin el pantalón blanco ni la dentadura gigante. Todo eso antes de cumplir diez años. Creo que es una de las cosas típicas de la niñez que puedo recordar con claridad: no quería ser un héroe, ni abogado, ni bombero sino cantante. Fue, tal vez, la única vez que supé con certeza qué hacer con mi vida.

Luego llegaron otros ídolos y todos con una guitarra en las manos o chicaneando su sensibilidad con un piano, tal cosa por aquí o por allá. Tengo un problema con eso: las ganas de aprender a tocar un instrumento murieron el mismo día que llené de saliva la flauta que tenía por ahí. Me prometí no volver a soplar una y maldije para siempre cualquier aparato que significara algo parecido. Si tuve algún talento para eso ya no podré saberlo. A lo mejor el mundo se ahorró una decepción o, por el otro lado, si entro en coma solo se va a enterar la familia y nadie más. La pereza mató, practicamente, cualquier sueño que pudiera tener desde pequeño. Pero se agradece, porque con la pinta que me gasto solo alcanzaría para artista indie o acordionista guapachoso. O ambos.

En estos días, ya adulto y toda la vaina, lo único que puede lograr mi interés por eso son los videojuegos. Pero ni así logro sacar un puntaje decente para Barracuda. Es solo que, a veces, me dan ganas de aprender a tocar la guitarra para desquitarme.


Pd: Otra de las cosas que dio la vida en compensación a mis conciertos fue saber que podía confundir fácilmente a Emmanuel con Emmanuelle, la protagonista de una saga de películas con su mismo nombre. Todas ellas muy bellas. Tenía un gran corazón, Emmanuelle, y lo vivía demostrando. Por lo menos no vivía de despechos como el cantante ese.

miércoles, junio 22

Día 25 – Una que me haga reír.

No tanto una canción, sino un video.


Siempre me acuerdo: En un bar, un sitio de esos cerca a mi casa, una vez estuve con un amigo hablando mal de muchas cosas, personas, eventos y situaciones. A lo mejor de usted, pero no se fije. Nos bajabamos unas cervezas grandes y baratas escuchando música y agotando temas. No había gente. Las sillas eran cómodas pero el ambiente no se sentía. En la barra atendía una muchacha de gafas algo bonita, ya no recuerdo bien. Peleaba con el novio, el administrador del lugar. Habían dos parejas, una que se agarraba la piel que iba escapándose de la ropa y otra que no tenía nada de química. Ella enviaba mensajes por celular mientras él tomaba de una botella no-recuerdo-qué e iba al baño, volvía y ella tenía ganas de irse pero no decía nada. Las dos parejas que no pertenecían al lugar, una por desespero y la otra por pura arrechera, pero seguían ahí, como mi amigo y yo. Llega una tercera pareja. A nosotros nos da envidia, no por la belleza de las acompañantes, que no era el caso, sino por que por lo menos tenían la oportunidad de tener algo distinto a rajar de los demás y hablar mal de las mujeres. Tantas cosas que hablábamos y envidiábamos la compañía. Pero somos buenos amigos, así que no dijimos nada.

La última pareja era particular. Ella estaba vestida con chaqueta y pantalón de cuero, un chaleco de jean y una blusa de color negro; delgada, poco maquillada y con unas botas de tacón más bien bajo. Poco bonita, de piel blanca y ojos oscuros, mucho. Bastante más joven que el tipo, un muchacho, que era un cliché ambulante: flaco, estirado, con el cabello largo y desordenado, la mirada perdida, narizón y la manzana de adan que se notaba hasta en esa oscuridad. Ella se lo quería comer, obvio, pero antes estaba el trámite ese de conquistarla. Le daría esa oportunidad. Lo miraba casi como una madre a su hijo, lo que acentuaba mucho más la diferencia de edades. Él trataba de hilar dos frases seguidas pero no lo lograba, ella sonreía para no hacerlo sentir mal. Estaba trabado, era obvio, y a ella le daba risa ese estado. Pidieron dos cervezas, nosotros también, y nos quedamos callados. Simplemente observamos la farsa, como ella con movimientos y palabras trataba de generar en él algún sentimiento que no fuera esa petardez que lo invadía. Suena un celular, el de ella, habla en voz alta diciendo que está ocupada y que no la jodan más. Se van aclarando las cosas, todo, las intenciones un poco pero el muchacho sigue perdido, nublado. Se para al baño, a tientas llega allá y se demora. Ella prende un cigarrillo, afuera, mientras habla nuevamente por el teléfono. Manotea, zapatea, deja el cigarrillo a medio acabar en la calle junto con la conversación y vuelve a su lugar, luego se sienta esperando calmarse. Sale él, un poco mejor. Puede llegar por sus propios medios a la silla dónde estaba y le sonríe. Se contagian mutuamente.  Trata de establecer contacto con él. Le toma una mano mientras suenan los primeros acordes de la canción. El tipo levanta la mirada al televisor. La reconoce. "yo sé cuál es" dice y ella siente algo de felicidad. "es una tonada toda triste" completa, y nosotros nos cagamos de la risa, perdemos la compostura y nos tapamos la cara con lo que vemos por ahí. Ella le retira la mano, pide la cuenta y se va, furiosa. Él no acaba de entender, trata de seguirla pero al final no pudo encontrarla.


Bonus track

Día 24 – La del funeral

Hace unos meses escribí esto:
Es difícil eso cuando uno sueña que se muere, y lo peor de todo es que uno se muere y ve a todo el mundo como contando los minutos para que el moribundo (es decir: uno) cierre los ojos, o estire la pata, todos con cara de aburrido en reunión o algo así. Como con una película muy larga o un trancón de esos de esta semana.
¿uno por qué se soñara que se muere? ¿es acaso una tendencia suicida o simple aburrimiento de la vida? Tal vez es una manifestación de la puta monotonía o, mejor aún, que las cosas cambian pero para peor, como si esa sensación de bienestar se alejara más y más con ese tedioso paso del tiempo. Y es entonces ver fantasmas en todo lado como si de verdad tiempos mejores fueran de otra vida, o una ficción que uno leyó por ahí, o esa serie, o esa película. Todos lugares comunes con otros protagonistas. Cómo nos cambia la vida.
La imagen esa es devastadora. Uno acostado viendo para el techo y ahí caras conocidas de personas que uno quiere mucho. Uno cerrando los ojos a pesar de querer conservarlos abiertos, la gente mirándolo a uno sin entender cual es la lucha, lo que uno hace desde dentro del cascarón para continuar con vida y en eso se da cuenta que la gente solo mira, sin cara de extrañeza, como si uno morirse fuera lo más natural del mundo, que lo es, sino como un trámite o simplemente una cosa necesaria. Ahí están los hermanos, la familia, los quereres y el amor mirando hacia abajo, hacia uno, sin hacer ningún gesto. Esperando. Imagínese a alguien esperando un bus, pero no a hora pico, sino en cualquier momento. Esa cara. Todos con esa cara, y uno con ganas de llorar, de levantarse y explicar que es difícil uno morirse con tanta gente viendo y, sobre todo, sin importarle nada. Es muy feo eso de estarse muriendo y que al único que eso le parezca triste sea a uno mismo.

Es gracioso. La canción para el post era


Lo que contradice lo que está allá arriba. No quiero que nadie llore, que nadie diga nada, pero si quiero que sientan algo.

Cosa tremenda la indiferencia.

No me lloren pero por lo menos finjan tristeza, carajo.

viernes, junio 17

Día 23 – Una canción para el día de mi matrimonio.

El día que murió mi abuela el viejo, mi pobre abuelo, casi no sobrevive. Salvo unas cuantas noches en las que estuvieron separados por la vasta geografía de este país o por su mismo genio durmieron, siempre, en la misma cama. Él tuvo varios hijos por fuera de su matrimonio. Bastantes. Ella por su parte no tuvo sino los que conozco como tíos más una mujer, la mayor de todas, que falleció siendo una bebé todavía. Tenía apenas cinco años. Fue la primera mujer que tuvieron. Siguieron tres varones y, por último, mi madre. Ese día el viejo casi no puede dormir. Creo que quiso acostarse en otro cuarto y nos arreglamos todos como pudimos. Yo no pude entender por qué él tenía hijos que yo no conocía como tíos, y ahora no puedo entender como mi abuela no los mandaba a la mierda, a los bastardos junto con su esposo simplemente al acordarse de que existían. 

Aunque recuerdo bien los eventos de la muerte de mi abuelo lo más que puedo decir es que su velorio fue algo discreto y su funeral un golpe para nosotros, su familia cercana. A lo lejos se veía a mis tíos haciendo el ademán de limpiarse los ojos debido a la tristeza de su padre fallecido, mientras más para el lado de acá mis hermanos, mi madre y yo sentíamos como se destrozaban en pedazos nuestros corazones al ver que bajaba el féretro a la tierra, que se perdía para siempre esa persona con la que vivimos toda la vida, siendo sinceros. A mi abuelo lo sepultaron, catorce años después, junto con mi abuela. Ella después de muerta lo siguió esperando, esa fue su voluntad y no algo que yo me haya inventado. Me gusta imaginármelos peleando en el cielo, o en el más allá, luego de cocinar ella la comida para él, y luego éste tocarle mil canciones en su tiple. De mi abuelo tengo un recuerdo muy vago, ya no sé como era su voz. De mi abuela todavía tengo en mis manos la sensación de calor que tenía cuando me enseñaba a escribir; me acuerdo de su sonrisa temblorosa y sus gafas gigantes.

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Andrea tiene veinticuatro años. Lleva casada cinco meses. Habla de su esposo con una sonrisa franca, tratando de ocultar eso inmenso que siente porque piensa que es algo increíble todo lo que les sucede. No habían cumplido tres meses con su novio cuando decidieron casarse, sorprendiendo a ambas familias pero, por lo que cuenta de su día a día, las cosas van muy bien. La relación entre todos se forjó con una rapidez sin igual y está esperando terminar su carrera para poder tener un hijo. Todavía no entiende si su esposo es el amor de su vida, pero le hace promesas como si lo fuera.

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A mi padre no lo trato desde hace muchos años. Podría decir fácilmente que veinte, pero son más. Mi madre no ha tenido contacto con él salvo dos encuentros casuales en los que ha aprendido a esfumarse sin dejar rastro, sin que él se diera cuenta. Cuando estábamos en el colegio ella nos decía, nos recalcaba, que nuestro padre había muerto en Armero. Siempre que lo hacía nos daba risa, pero fue un hecho que se volvió cierto no tanto por la repetición como la prolongada ausencia.
Somos cuatro hijos, pero solamente tres  recordamos algo de él. Tenemos una clave de ese pasado familiar que nos negamos a revivir. Mi hermano menor no lo recuerda para nada. Puede reconocerlo e identificarlo, pero nada más, lo cual a la larga es mucho mejor.

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De mi abuelo recuerdo que siempre llegaba en su carro antiguo con un tío y salíamos a todos a saludarlos mientras nos daban gaseosa y un roscón, o cualquier cosa que trajeran. Al irse mi padre el viejo asumió el rol de hombre de la casa, lo que en esa época, y aun ahora, significaba emborracharse cada día y llegar tarde, oliendo a alcohol, y otras veces totalmente embriagado a pelear con mi abuela y el que tuviera al frente. Muchos hablan de la única vez que mi abuelo estrelló en su camión: le pasó porque iba sobrio. Otros dicen que cuando le diagnosticaron principios de cirrosis dejó de beber hasta el día de su muerte. No tuvo que prometérselo a nadie, ni se jactó de mantener su palabra en ese juego de honor que puede resultar tal cosa, no, lo hizo porque entendió que había llegado demasiado lejos con ello y todos los cuentos que en el pueblo le atribuyeron estando tomado desaparecieron al ver que dejó el trago simplemente porque le dio la puta gana. Así como en el oeste existieron un sinfín de historias acerca de forajidos feroces, en la tierra de mi familia se extendía la leyenda de mi abuelo. 

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Mi madre lava, todavía, unas prendas a mano. Cuando lo hace se quita su argolla y la guarda en un lugar que siempre recuerda. Lava, restriega, juaga, y cuando termina se la vuelve a poner. Puede dejarla en otra casa, en un bolsillo secreto del carro, en un cajón de los tantos que tiene su armario: siempre sabe dónde está. Puede perder su celular, no saber dónde deja el reloj y botar dinero, generalmente, pero nunca pierde de vista ese anillo. Es más: no tiene que verlo, ni olerlo, para saber en qué lugar se encuentra. Alguna vez le pregunté por qué seguía usándolo, solamente me respondió con una mirada fulminante que escondía una sonrisa. Mi madre nunca buscó otro hombre, pero ellos la buscaron por un tiempo hasta qué sacó espantado a un tipo que le prometía hacerse cargo de todos sus hijos y asegurarles un futuro. A ella no le causó gracia pensar que otra persona fuera a influenciarnos tan directamente de la manera en que ella no quería. No fueron pocas las veces que peleó con su esposo por nuestra educación y su comportamiento con nosotros, y si eso era él que la había pedido en matrimonio qué podía esperar alguien que prometía palabras vacías, así que no volvieron a hablar nunca y ella desistió de algunas reuniones sociales que organizaba su mejor amiga. Recuerdo estar en una de ellas. Fue la única vez que la vi bailar.


-***-


Escondidos en lo alto del closet se encuentran, por lo menos, unos quince álbumes con fotografías. Hay unas que siempre han sido antiguas y otras que fueron ganando esa característica con los años. En muchas de ellas hay gente que no conozco, que nunca reconozco a menos que me digan cómo se llama y, más importante, quiénes son. Desde pequeño pregunté con toda la terquedad del caso pero nada que me aprendía los nombres. Veo a mi abuelo, que fue igual desde pequeño hasta el día que nos dejó; a mi abuela que demostró siempre una belleza sin igual. También una muchacha de cabello hasta la cintura, seria, con un niño de la mano caminando por el centro de la ciudad. Mi mamá. Su mirada no ha cambiado mucho. Se parece a mi abuela, lo cual no le hace nada de gracia.

Generalmente esas fotos vienen todas en blanco y negro, no por un golpe de ingenio sino porque para entonces era lo único que había. El matrimonio de mis abuelos parecía en un pueblito cualquiera con casas de ladrillos, vestidos oscuros, con hombres que sonreían con mesura y sus mujeres relucientes, unas completas damas. La elegancia general contrastando con el piso que era tierra pura, el progreso era algo que no se imaginaban iba a llegar. Disfrutaban el momento, el estar ahí. Mi abuela murió cuando era solamente un cagón y de mi abuelo se contaron tantas cosas, la mayoría dichas por él y ratificadas por muchas personas más, anécdotas pequeñas para siempre en su boca que fueron convirtiéndose épicas con los hechos que relataban los demás, era tan grande su sombra, su vida y obra que resultaba casi improbable preguntarle por algo tan simple como su matrimonio. 

Hay menos fotos de la boda de mis padres. En todos los álbumes está detallada la vida de toda la familia menos de ese evento tan importante para mi madre. Presumo una sencillez en todo ese acto y el dolor que le debió significar no poder recordar las cosas y las historias que narraban cada una de las fotografías que nadie sabe dónde se encuentran. Cuando pequeño me gustaba preguntar por toda la gente, por todas las cosas que veía, era un mundo extraño y para cada pregunta llegaba la respuesta oportuna, eran relatos asombrosos y conmovedores que aprendía de todos ellos, de mis abuelos, de mi madre. Con el paso del tiempo fueron narrando más despacio, describiendo los hechos con lo justo pero siempre más ricos en matices porque cada rostro representa ahora una vida y sabe uno con certeza quién era Alberto, por ejemplo, o una Inés que se morirá siendo muy bonita, una señora que aparecía allá detrás de todos nosotros. Los lugares salen de una esquina remota de mis recuerdos y ya no es increíble haber estado ahí sino que algunos olores o sabores se asocian con cada cosa. Llega uno a la edad en que recordar no es sentir nostalgia sino revivir todos esos momentos.

Me pregunto si Andrea se ensucia los dedos de alguna manera al ver las fotos toda esa ceremonia, la majestuosidad de la recepción. Creo que ella todavía conserva en su boca el sabor dulce de la luna de miel, y sí algo aprendí es que eso permanece toda la vida. Yo, la última vez que escarbé terminé con mis manos negras. Pero valió la pena, no solamente encontré lo que estaba buscando, pero mucho más.

De esos libros, que son tal cosa, sé lo que más conozco de los matrimonios, de ese sacramento. Me enfurece ver en la televisión y en la vida misma como se ha desprestigiado al punto de ser algo netamente publicitario. De esos libros, mis favoritos, aprendí que el matrimonio es algo que dura para siempre y que es difícil de romper, de quebrar, de deshacer por más que uno se empeñe. Hasta el último segundo mi abuelo fue viudo, hasta este día mi madre sigue casada, esquivando siempre cualquier otra oportunidad no por lógica sino por una cuestión de principios. De esos libros, los más tristes que me han leído, aprendí que la vida es un mar de mierda con momentos inigualables y que las sonrisas quedan siempre no plasmadas en una hoja ni en un archivo digital, sino en el alma de las personas. De esos libros geniales como ninguno aprendí que el matrimonio puede ser pesado, una carga, doloroso y más real de lo que hablan los cuentos de hadas.
De todos esos libros, de la vida de mis seres realmente amados aprendí que ese acto que es entregarse y prometerle amor eterno a una persona debe realizarse de una manera perfecta para no olvidarla, para que quede ahí y de fuerzas para seguir adelante, para que pueda uno pasar la página e ir llenando uno su propio libro, su propia libreta, su propia agenda o su propio blog.
Yo siempre renegué del matrimonio, pero es porque lo respeto mucho. Yo, con lo torpe que soy, con lo impuntual que he sido desde siempre me resultaría completamente imposible prometerle a alguien una boda perfecta e inolvidable, pero seguramente llegara ese día en que esa persona me haga hacer lo imposible para que sea el día más feliz de nuestras vidas.




Día 22 – Una que escuche cuando esté triste.

Uno generalmente escucha música para cambiar el ánimo, cuando es necesario, o para hacer que siga, que no termine. Alargarlo. O uno es muy básico o la música muy poderosa.

Cuando estoy triste pongo muchas canciones que logran ese objetivo, así que prefiero poner una sola y dejar que usted la escuche mientras se viene el otro post.
Yo sé, por ésta oportunidad lo defraudo más que de costumbre pero espero redimirme con la otra canción que sigue.

Ya faltan pocos días, ya casi vamos a descansar.



Pd: Podemos decir que la historia que acompaña la canción es mi timeline en los días turbios, que los hay.

martes, junio 14

Día 21 – Una que escuche cuando esté feliz.

La felicidad bien puede ser comer una hamburguesa y salir con las ganas de manejar toda una tarde y entonces esperar a encontrar un carro que tenga la actitud que uno quiera, luego de ahí, desde García, ir hasta Las Barrancas en ese Savanna pasando por el puente Gant, la ruta más larga, a toda velocidad sin importar que el auto se esté cayendo a pedazos de tanto chocarlo, sin importar que salga humo de su motor, que atrás venga la policía disparando y alertando que debe detenerse, que caiga la tarde y que el firmamento en el cielo parezca real, o uno quisiera eso, y que el tráfico no sea tan pesado como uno espera. 

Luego llegar a Bayside, darse cuenta que el Savanna no puede un kilómetro más y estrellarlo contra la primera casa que encuentre, tomar prestado un Stallion y atravesar Tierra Robada por la carretera un rato y otro por el desierto, sin prisa, sin ninguna preocupación aparte del clima que no cambia mucho, que no hay que cumplir un horario pues uno mismo llega al lugar que quiere pues se goza de una libertad, la única que puede uno tener sin otro riesgo a que lo persiga la ley, pero eso mismo tampoco es para tener miedo. Esa pequeña libertad que viene enfrascada en la ficción que le venden a uno y que se puede disfrutar con los pulgares y otros dedos, esas cosas que lo llevan a otro lugar a otro tiempo a otra realidad que es mucho más pequeña que la propia; una que puede hacer que uno sea un personaje cualquiera en una historia ajena, no acostumbrado a las cosas cotidianas sino sacándolo de ellas y tal vez ahí está su valor.






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Bonus tracks




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Se pueden ahorrar el: Claro, uno no es tonto. Que entonces cuente algo que uno hizo en un juego, perder el tiempo de esa manera, usted y yo: uno que pretende vender una experiencia viendo un televisor y apretando unos botones, como si fuera un animal, porquesqué usted no tiene vida señor y recurre a esas cosas y viene a tramar con esa postura fácil y entonces no se lo acepto, que no, porque si usted recurre a ello es porque su vida es aburrida y entonces no sabe bien que es la felicidad porque tiene que simularla, que está loco efectivamente porque no puede sacar cosas de la cotidianidad y contarlas acá, que no valora las cosas que le pasan ni es agradecido ni nada de eso, como no, tipo amargado y estúpido.

Es que es sencillo: la banda sonora sale exactamente de ese momento en ese juego de un sábado hace muchisímos sábados y desde ahí pues la tararea uno, la carga en el celular y la escucha porque, pues, ese es el humor que tiene esa canción para mí. Podría poner música de Jon Brion o Brian Eno o lo-que-fuera y explicar que a diario el celular suena con la parte que más me gusta de Empire Ants para pensar súbitamente que la llamada trae buenas noticias, lo que suele suceder, o que me gusta cuando habla uno con alguien y esa persona (ponga la que quiera: madre, hermano, amigo, moza, perro, gato) no pueda hablar de la risa es suficiente, o que el sobrino le diga que hace parte de la selección de su escuela de fútbol o ver al chiquitín escribir su nombre completo por primera vez sin soltar el lápiz ni dudarlo, o sentir que Enzo, ese amigo fiel desde el día uno viene saludando con la cola desde antes de abrir la puerta, o que este otro se graduó, o que esta otra tuvo una buena nota, o que mire esa oportunidad que se le presenta a alguien, o mire que se va de viaje para las estranjas, o que esta otra sale con alguien y se le siente F E L I Z, o que al de allá le celebraron, o que le hagan un cumplido a uno por cualquier vaina, o hacerlo y sacar sonrisas: es que en general uno vive contento, que no es felicidad propiamente, pero cuando uno está así pues que carajos, que hijueputas