viernes, junio 17

Día 23 – Una canción para el día de mi matrimonio.

El día que murió mi abuela el viejo, mi pobre abuelo, casi no sobrevive. Salvo unas cuantas noches en las que estuvieron separados por la vasta geografía de este país o por su mismo genio durmieron, siempre, en la misma cama. Él tuvo varios hijos por fuera de su matrimonio. Bastantes. Ella por su parte no tuvo sino los que conozco como tíos más una mujer, la mayor de todas, que falleció siendo una bebé todavía. Tenía apenas cinco años. Fue la primera mujer que tuvieron. Siguieron tres varones y, por último, mi madre. Ese día el viejo casi no puede dormir. Creo que quiso acostarse en otro cuarto y nos arreglamos todos como pudimos. Yo no pude entender por qué él tenía hijos que yo no conocía como tíos, y ahora no puedo entender como mi abuela no los mandaba a la mierda, a los bastardos junto con su esposo simplemente al acordarse de que existían. 

Aunque recuerdo bien los eventos de la muerte de mi abuelo lo más que puedo decir es que su velorio fue algo discreto y su funeral un golpe para nosotros, su familia cercana. A lo lejos se veía a mis tíos haciendo el ademán de limpiarse los ojos debido a la tristeza de su padre fallecido, mientras más para el lado de acá mis hermanos, mi madre y yo sentíamos como se destrozaban en pedazos nuestros corazones al ver que bajaba el féretro a la tierra, que se perdía para siempre esa persona con la que vivimos toda la vida, siendo sinceros. A mi abuelo lo sepultaron, catorce años después, junto con mi abuela. Ella después de muerta lo siguió esperando, esa fue su voluntad y no algo que yo me haya inventado. Me gusta imaginármelos peleando en el cielo, o en el más allá, luego de cocinar ella la comida para él, y luego éste tocarle mil canciones en su tiple. De mi abuelo tengo un recuerdo muy vago, ya no sé como era su voz. De mi abuela todavía tengo en mis manos la sensación de calor que tenía cuando me enseñaba a escribir; me acuerdo de su sonrisa temblorosa y sus gafas gigantes.

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Andrea tiene veinticuatro años. Lleva casada cinco meses. Habla de su esposo con una sonrisa franca, tratando de ocultar eso inmenso que siente porque piensa que es algo increíble todo lo que les sucede. No habían cumplido tres meses con su novio cuando decidieron casarse, sorprendiendo a ambas familias pero, por lo que cuenta de su día a día, las cosas van muy bien. La relación entre todos se forjó con una rapidez sin igual y está esperando terminar su carrera para poder tener un hijo. Todavía no entiende si su esposo es el amor de su vida, pero le hace promesas como si lo fuera.

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A mi padre no lo trato desde hace muchos años. Podría decir fácilmente que veinte, pero son más. Mi madre no ha tenido contacto con él salvo dos encuentros casuales en los que ha aprendido a esfumarse sin dejar rastro, sin que él se diera cuenta. Cuando estábamos en el colegio ella nos decía, nos recalcaba, que nuestro padre había muerto en Armero. Siempre que lo hacía nos daba risa, pero fue un hecho que se volvió cierto no tanto por la repetición como la prolongada ausencia.
Somos cuatro hijos, pero solamente tres  recordamos algo de él. Tenemos una clave de ese pasado familiar que nos negamos a revivir. Mi hermano menor no lo recuerda para nada. Puede reconocerlo e identificarlo, pero nada más, lo cual a la larga es mucho mejor.

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De mi abuelo recuerdo que siempre llegaba en su carro antiguo con un tío y salíamos a todos a saludarlos mientras nos daban gaseosa y un roscón, o cualquier cosa que trajeran. Al irse mi padre el viejo asumió el rol de hombre de la casa, lo que en esa época, y aun ahora, significaba emborracharse cada día y llegar tarde, oliendo a alcohol, y otras veces totalmente embriagado a pelear con mi abuela y el que tuviera al frente. Muchos hablan de la única vez que mi abuelo estrelló en su camión: le pasó porque iba sobrio. Otros dicen que cuando le diagnosticaron principios de cirrosis dejó de beber hasta el día de su muerte. No tuvo que prometérselo a nadie, ni se jactó de mantener su palabra en ese juego de honor que puede resultar tal cosa, no, lo hizo porque entendió que había llegado demasiado lejos con ello y todos los cuentos que en el pueblo le atribuyeron estando tomado desaparecieron al ver que dejó el trago simplemente porque le dio la puta gana. Así como en el oeste existieron un sinfín de historias acerca de forajidos feroces, en la tierra de mi familia se extendía la leyenda de mi abuelo. 

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Mi madre lava, todavía, unas prendas a mano. Cuando lo hace se quita su argolla y la guarda en un lugar que siempre recuerda. Lava, restriega, juaga, y cuando termina se la vuelve a poner. Puede dejarla en otra casa, en un bolsillo secreto del carro, en un cajón de los tantos que tiene su armario: siempre sabe dónde está. Puede perder su celular, no saber dónde deja el reloj y botar dinero, generalmente, pero nunca pierde de vista ese anillo. Es más: no tiene que verlo, ni olerlo, para saber en qué lugar se encuentra. Alguna vez le pregunté por qué seguía usándolo, solamente me respondió con una mirada fulminante que escondía una sonrisa. Mi madre nunca buscó otro hombre, pero ellos la buscaron por un tiempo hasta qué sacó espantado a un tipo que le prometía hacerse cargo de todos sus hijos y asegurarles un futuro. A ella no le causó gracia pensar que otra persona fuera a influenciarnos tan directamente de la manera en que ella no quería. No fueron pocas las veces que peleó con su esposo por nuestra educación y su comportamiento con nosotros, y si eso era él que la había pedido en matrimonio qué podía esperar alguien que prometía palabras vacías, así que no volvieron a hablar nunca y ella desistió de algunas reuniones sociales que organizaba su mejor amiga. Recuerdo estar en una de ellas. Fue la única vez que la vi bailar.


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Escondidos en lo alto del closet se encuentran, por lo menos, unos quince álbumes con fotografías. Hay unas que siempre han sido antiguas y otras que fueron ganando esa característica con los años. En muchas de ellas hay gente que no conozco, que nunca reconozco a menos que me digan cómo se llama y, más importante, quiénes son. Desde pequeño pregunté con toda la terquedad del caso pero nada que me aprendía los nombres. Veo a mi abuelo, que fue igual desde pequeño hasta el día que nos dejó; a mi abuela que demostró siempre una belleza sin igual. También una muchacha de cabello hasta la cintura, seria, con un niño de la mano caminando por el centro de la ciudad. Mi mamá. Su mirada no ha cambiado mucho. Se parece a mi abuela, lo cual no le hace nada de gracia.

Generalmente esas fotos vienen todas en blanco y negro, no por un golpe de ingenio sino porque para entonces era lo único que había. El matrimonio de mis abuelos parecía en un pueblito cualquiera con casas de ladrillos, vestidos oscuros, con hombres que sonreían con mesura y sus mujeres relucientes, unas completas damas. La elegancia general contrastando con el piso que era tierra pura, el progreso era algo que no se imaginaban iba a llegar. Disfrutaban el momento, el estar ahí. Mi abuela murió cuando era solamente un cagón y de mi abuelo se contaron tantas cosas, la mayoría dichas por él y ratificadas por muchas personas más, anécdotas pequeñas para siempre en su boca que fueron convirtiéndose épicas con los hechos que relataban los demás, era tan grande su sombra, su vida y obra que resultaba casi improbable preguntarle por algo tan simple como su matrimonio. 

Hay menos fotos de la boda de mis padres. En todos los álbumes está detallada la vida de toda la familia menos de ese evento tan importante para mi madre. Presumo una sencillez en todo ese acto y el dolor que le debió significar no poder recordar las cosas y las historias que narraban cada una de las fotografías que nadie sabe dónde se encuentran. Cuando pequeño me gustaba preguntar por toda la gente, por todas las cosas que veía, era un mundo extraño y para cada pregunta llegaba la respuesta oportuna, eran relatos asombrosos y conmovedores que aprendía de todos ellos, de mis abuelos, de mi madre. Con el paso del tiempo fueron narrando más despacio, describiendo los hechos con lo justo pero siempre más ricos en matices porque cada rostro representa ahora una vida y sabe uno con certeza quién era Alberto, por ejemplo, o una Inés que se morirá siendo muy bonita, una señora que aparecía allá detrás de todos nosotros. Los lugares salen de una esquina remota de mis recuerdos y ya no es increíble haber estado ahí sino que algunos olores o sabores se asocian con cada cosa. Llega uno a la edad en que recordar no es sentir nostalgia sino revivir todos esos momentos.

Me pregunto si Andrea se ensucia los dedos de alguna manera al ver las fotos toda esa ceremonia, la majestuosidad de la recepción. Creo que ella todavía conserva en su boca el sabor dulce de la luna de miel, y sí algo aprendí es que eso permanece toda la vida. Yo, la última vez que escarbé terminé con mis manos negras. Pero valió la pena, no solamente encontré lo que estaba buscando, pero mucho más.

De esos libros, que son tal cosa, sé lo que más conozco de los matrimonios, de ese sacramento. Me enfurece ver en la televisión y en la vida misma como se ha desprestigiado al punto de ser algo netamente publicitario. De esos libros, mis favoritos, aprendí que el matrimonio es algo que dura para siempre y que es difícil de romper, de quebrar, de deshacer por más que uno se empeñe. Hasta el último segundo mi abuelo fue viudo, hasta este día mi madre sigue casada, esquivando siempre cualquier otra oportunidad no por lógica sino por una cuestión de principios. De esos libros, los más tristes que me han leído, aprendí que la vida es un mar de mierda con momentos inigualables y que las sonrisas quedan siempre no plasmadas en una hoja ni en un archivo digital, sino en el alma de las personas. De esos libros geniales como ninguno aprendí que el matrimonio puede ser pesado, una carga, doloroso y más real de lo que hablan los cuentos de hadas.
De todos esos libros, de la vida de mis seres realmente amados aprendí que ese acto que es entregarse y prometerle amor eterno a una persona debe realizarse de una manera perfecta para no olvidarla, para que quede ahí y de fuerzas para seguir adelante, para que pueda uno pasar la página e ir llenando uno su propio libro, su propia libreta, su propia agenda o su propio blog.
Yo siempre renegué del matrimonio, pero es porque lo respeto mucho. Yo, con lo torpe que soy, con lo impuntual que he sido desde siempre me resultaría completamente imposible prometerle a alguien una boda perfecta e inolvidable, pero seguramente llegara ese día en que esa persona me haga hacer lo imposible para que sea el día más feliz de nuestras vidas.




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