martes, mayo 24

Día 08 – Una canción de la cual me sepa toda la letra.

Colegio. Estudiaba en la tarde. Hace mucho, mucho tiempo. Ella (siempre menciono a viejas acá, ya debería estar acostumbrado a que sea así) se llamaba Sandra Marcela Algo. El apellido se me olvidó. Era hermosa. (Piel canela). Tenía un cuerpo que todas envidiaban, sonreía para conseguir cualquier cosa: una nota, una salida, una tarea, y siempre obtenía lo que quería casi sin esforzarse. Su vida era más o menos sencilla y de paso ligero, sin preocupaciones, o eso pensaba. A mi no me tenía que sonreír para lograr nada (igual no había qué ofrecerle), no nos hablabamos más allá de lo necesario, cada uno entendiendo la lógica que había detrás de todo el asunto: niña linda es popular y consigue lo que quiere; chico tímido y vago socializa con los nerdos y los resentidos. Excepto por una vez.

Esa tarde era una de tantas en las que había paro de maestros. No teníamos clase, pero nos hacían ir para ayudar a nuestros padres al tenernos internos en otro lado, o algo así. Ella salió del salón y se recostó en la baranda que había ahí, en el tercer piso. Se quedó quieta, muda. (Su cabello castaño cayendo suavemente  por sus hombros).Yo iba para el baño, por eso la vi. Al volver seguía de la misma manera, casi como en un trance pero con una cara que no le había visto nunca. (Sus ojos totalmente apagados. No eran claros, no necesitaban serlo). Pensé en las muchas causas de su comportamiento, de que estuviera ahí como paralizada, pero nunca en lo que pasaba realmente. Uno a esa edad supone mucho pero no conoce nada.  En el salón todos corriendo, gritando, montándosela a Caina por ese apellido (ya no recuerdo qué le decían al pobre, pero todos los días nos reíamos no tanto de él sino de su padre) y nosotros afuera. Extrañamente nadie estaba en ese lugar donde se sentía tan sola. Me le acerqué. Le pregunté si estaba bien. Me respondió sin ganas, una sonrisa que apenas le cambiaba el semblante por como movió los labios. La miré, no pude quitarle los ojos de encima. Fue raro, no era verla con deseo, ni pasión, ni las ganas de levantármela sino de saber qué le pasaba. Me preguntó si alguna vez había intentado matarme. No pude responder. Ella miraba hacia el piso de la planta baja, añorándolo, en un gesto que pude comprender tiempo más tarde.

-¿Sabes cuales pastas pueden quitar el dolor?
-No sé. No acostumbro a tomar nada de eso.
-Nunca te ha dolido nada, entonces.
-No es eso. No sé.
-Intenté quitarme el dolor con cuarenta pastas, pero sigue ahí.

La intención de ella era clara. Yo era muy joven, no entendía nada. Aparte de la muerte de mi abuela un par de años antes y de la violencia que aparecía siempre en los noticieros y en los consejos desesperados de mi madre había aceptado la muerte como algo lejano que no nos tocaría a mi familia ni a mi al haberse llevado a algún pariente cercano, como si esa cuota de carne fuera suficiente para dejarnos tranquilos, como si la muerte fuera algo que ya habíamos negociado.

Desde ese día Sandra y yo hablábamos, a solas, de cosas sin sentido, de cosas que yo no había pensado nunca pero que a ella le salían tan natural, como si todo se tratara de asuntos tan importantes, pero en sí eran las conversaciones nuestras sobre tonterías las que ganaban protagonismo al alejarnos de todo lo que nos rodeaba. Nunca me explicó por qué quiso matarse, ni de dónde venía ese dolor que fue cediendo con el paso del tiempo, y tampoco nos preguntábamos cosas comprometedoras. Todo salía improvisado, nuestros temores, nuestros gustos, dos muchachos confesando cosas y experiencias que lo eran todo pero que viéndolo ahora en este instante no era nada a lo que yo pensaba que iba a venir después. Nunca hablamos del futuro ni nada parecido.

Muchas veces, por su parte, habían silencios incómodos que fueron desapareciendo. En su lugar llegaron sonrisas y algunos chismes de sus amigas, de sus primas, que luego entendí eran sus anécdotas. No quería sentir pena por eso, y mentía. A mi no me importaba. Algunas veces nos sentábamos en las escaleras del último piso, en un rincón, para sonreír por cosas sin sentido. Era hermosa. (Su cara al reír, los dientes asomándose blancos en medio de su rostro, de sus labios, sus ojos brillando por algo que podíamos llamar felicidad). Me daban muchas ganas de estar con ella a cada rato, menos en clase. Teníamos una intimidad algo rara que no todos podían descifrar en nuestras miradas. Con el paso de los días, de las semanas, nuestros compañeros fueron aceptando, e inventando, una relación que no supimos definir ni consumar. Me causaba placer su presencia, su belleza, su voz y sus manos cuando tocaban las mías. Un placer distinto que nunca pude relacionar con sexo. Durante la época, siendo un adolescente lleno de acné y bien pajizo jamás la vi de esa manera. Las cosas la vida las va enseñando en desorden: durante muchas noches antes de conocerla me causaba alivio por mi propia mano, por las tardes ella lo hacía simplemente hablando.

A Sandra la vi como una mujer sexy en un paseo, en el colegio. Unas pocas muchachas llevaron cámaras y se querían tomar fotos en vestido de baño para la posteridad (algo que no se ve ahora: las fotos son retrato de la inmediatez, como si no fuéramos a envejecer nunca). Cuando llegó su turno se quedaban calladas y no querían posar con ella. Se sentían feas, gordas, quizás hasta idiotas a su lado, con el cuerpo que no era el de una niña. (senos firmes, pequeños; cadera ancha; piernas gruesas; trasero parado). Los hombres la comenzaron a mirar de otro modo. Yo también. Desde entonces supe que escondía en su uniforme, y me preocupaba enormemente porque no sabía que podía ver en mi. Afortunadamente sus sonrisas más sinceras todavía eran mías.

Recuerdo que para ese año hicieron muchos "bingos bailables", fiestas pendejas en las que queríamos ir al colegio a hacer cosas que nos estaban prohibidas. Casi como cuando uno de niño se quedaba solo en casa para hacer travesuras: estar en el colegio sin supervisión ni una autoridad tan fuerte, simplemente ahí, jugando a tener vida social. En uno de esos primeros eventos escuchamos una canción, a ella le gustó inmediatamente. Yo sabía cual era, y era cierto, y cuando sonrío y me preguntó si entendía que decía le dije que un poco, pero que iba a averiguar para irsela contando. Fue así como grabé la canción en un casete esperando durante horas en una emisora a que la pasaran; me sentaba juicioso, pegado frente a la tele cuando ponían ese video anotando en una hoja las palabras que faltaban; preguntaba con amigos y profesores las cosas que no entendía y las palabras que confundía. Llegué a aprendermela de memoria sin ningún esfuerzo. Un par de meses después, sentados en el rincón lejano que era nuestro yo llevaba el casete y ella el walkman y escuchábamos. Yo recitaba en español la letra, ella simplemente me miraba sin decir nada pero regalándome esas muecas que seguro a nadie más le iba a mostrar con esa inocencia. Yo fui su Ricardito Miserable, y me gustó mucho ese rol.

Luego le enseñé la letra en inglés. Una vez cantamos juntos, tropezando, sin lograr hilar dos frases completas seriamente, siempre con una risa complice o simplemente callando mientras pasaba el tiempo.

Sí, así fue: disfrutando del silencio.


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