martes, junio 7

Día 15 - Una que me describa

Luego del colegio, un par de años después, no volví a usar reloj. Siempre, por alguna razón que no quise saber, se quedaban quietos. Cambiaba la pila, mandaba revisar los mecanismos y siempre la misma respuesta: estaban bien, no necesitaban ajustes. Llegué a tener un cajón completo con relojes y partes sueltas de radios que no servían, como si fueran un trofeo, un recordatorio de alguna guerra. Una vez buscando cosas ahí  me di cuenta de que la gran mayoría funcionaba, marcaban una hora que no era la actual pero servían, solamente habían sufrido una catalepsia en mis manos o algo similar. Me los ponía, los sacaba en mis muñecas y se paraban. Si no era eso entonces se rompían las manillas, se caían las manecillas, o los distintos accesorios que llevaban encima. Como si yo fuera algo nocivo para ellos. No miento, es la pura verdad.

Muchos de esos relojes fueron encontrando un dueño con el paso de los días, todos alguien distinto. Muchos fueron heredando de mi esa pequeña colección que tenía. Para colmo mi hermano menor vive recalcándome cuanto lleva con el suyo, años ya, casi una década. Y es horrible: los míos se rinden a los pocos días, se cansan a la semana o renuncian al mes, mientras que él puede decir libremente y sin exagerar que lleva con el suyo toda la vida. Lo que le daría sentido a muchas cosas, tanto para él como para mi.

Mi hermano mayor, desde que recuerdo, ha vivido obsesionado con ellos. Una vez me dijo, cuando yo era muy pequeño, que si uno no cargaba uno era porque estaba más cerca de morir, yo ataba cabos, contaba las habitaciones y en todos había, por lo menos, un reloj. Tres en el segundo piso, cuatro en el primero. Mi madre, mis hermanos, mis abuelos, mis tíos, todos con uno. Envenenándome con esas palabras me regaló uno digital que a los pocos días se me perdió; me sentí mal porque pensé que iba a dejar de ver a mi familia por un puto reloj, que por su culpa iba a morir, mi madre iba a llorar desconsolada porque su hijo no había vivido lo suficiente por no hacer caso. Cuando yo era niño cruzar la calle mirando hacia ambos lados era un acto de sentido común, las ordenes eran esas cosas inverosímiles que escuchaba de mis mayores y eso se ha mantenido así: Mi vida tiene el poco sentido que yo mismo puedo darle.


Con todo y el pobre todavía conserva esa idiota idea de que adelantar la hora en todo lugar hace que aproveche el tiempo. No por mucho madrugar amanece más temprano: siempre ajustaba las alarmas a las seis de la mañana para que sonaran a las cinco y media, se bañaba a las siete y salía a la oficina a eso de las ocho en un ritual tan inútil como prendedizo, porque eso a mí me pasa, la única manera de salir realmente temprano es cuando se me hace tarde.


Hace mucho tiempo que no uso un reloj, que me doy maña para saber qué hora del día es o si voy tarde a alguna parte. Mejor: qué tan tarde voy a donde necesito llegar. Si no es con la emisora que escucho (algo que también dejé de lado) es con los relojes grandes, enormes, de las personas que están a mi lado. Alrededor. Me asombra el tamaño y complejidad de algunos, como si por ello fueran más precisos y uno necesitara de eso en su día a día para saber por cuántos segundos se llegó temprano y eso realmente marcara alguna diferencia. También su valor. No entiendo cómo puede costar tanto algo tan elemental. Dije el domingo, luego de estar en una tienda, que me parecía ilógico pagar mas de doscientos mil pesos por un reloj, pero lo cierto es que yo no gastaría ni un solo centavo en uno, no por apatía sino porque igual no sabría aprovecharlo, interpretarlo. A la larga no le creería. Sería una disputa entre quién puede más, si él que marca la hora o yo que trato de convencerlo para que avance más lento, es entonces que se queda quieto, inmóvil. Una demostración apenas de mis causas perdidas.

Con o sin relojes, levantándome tarde o temprano, da el mismo resultado: llego fuera de tiempo. A la hora que no es, en el momento que no debo. Muchas de las personas que quiero han tenido que soportar esa tardanza mía que no se puede justificar nunca y a veces me duele (no, a veces no: siempre) saber que nunca llego a tiempo. Nunca. Ni cuando era pequeño y confiaba en que me llevaran a algún lugar, ni viviendo cerca de dónde debo llegar. Cumplir un horario no es algo que no haga por pereza, sino porque todo se junta y es tan difícil de explicar que lo único que hago es simplemente encogerme de hombros y no decir nada más. No es la ciudad, o el tráfico, sino una herencia torpe que no puedo evitar.




PD: Juliana me recordó ésta frase del gran Héctor Lavoe: "yo no soy quien llega tarde, es que ustedes llegan muy temprano"

3 comentarios:

  1. Hace como 15 años no utilizo reloj, es la forma de recordarme que no soy esclava del tiempo, pero la vida laboral se empeña en recordarme que así no es como funciona.
    No me gusta llegar tarde aunque mis actos demuestran lo contrario, y adelantar el reloj funciona cuando estoy metida en una actividad en la cual parece que el tiempo no existe, pero aún no he aprendido a teletransportarme.

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  2. Yo tampoco uso reloj y llego tarde a todas partes, siempre. La cosa esque en mi caso, además de la herencia torpe esa con la que tambièn cargo (toda la familia de mi papà es incumplida y se enreda para llegar a los sitios asì se levante 6 horas antes), hay mucho de pereza.

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  3. Pero mire que mi hermano mayor, el otro, del que no me quejo tanto, ese es más bien perezoso pero madruga cuando le toca. Creo que él compensa las cosas, por eso guarda tanta energía cuando está por ahí durmiendo. Yo lo entiendo, pero igual me quedo admirándolo nada más.

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